¿Existe mejor escenario para aprender un nuevo idioma que la brumosa y literaria Santiago de Compostela? Tal vez sí: uno repleto de oportunidades para practicar inglés desde el desayuno hasta la hora del pulpo a feira. De hecho, quienes buscan escuelas de inglés en Santiago de Compostela lo hacen con las más variadas motivaciones —desde viajar hasta sorprender a los suegros extranjeros, conseguir ese ascenso o simplemente entender de una vez los chistes de “Friends” sin subtítulos—, pero hay una verdad innegable: la manera en la que te enseñan puede marcar para siempre tu relación con la lengua de Shakespeare.
Durante décadas, estudiar inglés era sinónimo de empollar listados de verbos irregulares y anotaciones ininteligibles en cuadernos arrugados. Imagina repasar “to eat, ate, eaten” mientras fuera cae un chubasco gallego, y te preguntas si alguna vez usarás la palabra “ate” en una conversación real. Pero todo eso ha cambiado. Lo verdaderamente transformador —y aquí viene el truco secreto que muchos desearían haber descubierto antes— es sumergirse en un ambiente donde el inglés se vive, se respira, se saborea. Y no, no hace falta mudarse a Londres ni pedir cita con la Reina para lograrlo.
El quid de la cuestión es crear una burbuja lingüística en la propia clase, un rincón donde el inglés sea tan natural como el aire húmedo de Santiago. La diferencia la marca ese profesor cuya pronunciación hace que la BBC parezca un canal de pueblo. El nativo no sólo enseña gramática y vocabulario, sino que te embarca en un viaje cultural: cada giro idiomático, cada expresión cotidiana, cada anécdota sobre cómo pedir un café sin acabar con algo totalmente distinto. Así, la fluidez no surge del estudio mecánico, sino de la repetición real, del error y el ridículo, de atreverse a preguntar por el baño y acabar felicitando al camarero por su camisa.
Lo curioso es que los gallegos son expertos en cantidad de dialectos y acentos —¡el galego tiene más matices que las campanas de la catedral!—, pero cuando se trata del inglés, el acento español suele plantarse tercamente, como si pensara quedarse a vivir. Los profesores nativos, con mucha paciencia y una pizca de humor británico o del Midwest americano (según el lote), saben cómo desmontar esa barrera fonética y animar a los alumnos a soltarse la melena, fonéticamente hablando. Y es que perder el miedo a pronunciar es tan vital como conocer el presente perfecto continuo.
Investigar entre las opciones de escuelas de inglés en Santiago de Compostela revela que el acceso a una enseñanza moderna, interactiva y llena de matices culturales está al alcance de la mano. Nada que ver con las clases de antaño, donde el profesor lanzaba preguntas y uno se escondía tras el libro, esperando que el destino —y no el docente— eligiera al siguiente. Ahora, la participación fluye y el aprendizaje se transforma en conversación, en debates sobre series, política internacional o cualquier tema capaz de arrancar una sonrisa o un ceño fruncido. Porque cuando uno se divierte, el cerebro se relaja y el idioma entra sin llamar, se queda y hasta redecorar la casa.
La magia sucede cuando lo aprendido en clase se cuela en la vida diaria. Un día pides un café para llevar y, sin darte cuenta, lo haces en inglés y con acento aceptable; otro, sonríes ante un turista extraviado y descubres que puedes explicarle cómo llegar a la Plaza del Obradoiro con todas las preposiciones en su sitio. No se trata solo de aprobar exámenes, sino de conquistar esas pequeñas victorias cotidianas que dan la verdadera confianza lingüística.
Mientras se camina por las calles de piedra de Santiago platicando sobre el clima —ese tema universal que todos dominan tras el tercer capítulo de cualquier curso—, uno puede darse el lujo de recordar aquellas primeras clases donde todo parecía imposible y celebrar el progreso. El idioma, al final, no es una meta, sino un pasaporte para acceder a un mundo distinto. Quizás hasta acabes sorprendiéndote a ti mismo recomendando tus academias favoritas y explicando, con cierto orgullo, que aprender inglés puede ser tan natural como cruzar la Alameda en otoño después de una buena lluvia gallega.