Seco, rosado, dulce, tinto plurivarietal, etcétera: la vinoteca mundial sorprende por su amplitud y diversidad, con un vino para cada gusto particular. La clasificación tradicional —vino de mesa, fino y especial— es insuficiente, y parece más lógico valorar otros criterios, como las variedades de uva empleadas en su elaboración.
Una parte del mercado vitivinícola está formado por caldos varietales o monovarietales, es decir, vinos desarrollados a partir de una única cepa, como la albariño, moscatel, godello o chardonnay. No obstante, algunas de las botellas más vendidas son en realidad plurivarietales, multivarietales o assemblage.
Este tipo de vino, en cambio, se fundamenta en la mezcla de dos o más variedades de uva, sin que existan límites al respecto (caldos hay que combinan más de diez cepas distintas, como el Châteauneuf-du-Pape).
Otra forma de categorizar el vino es con base a su nivel de azúcar. Los llamados secos posee un máximo de cinco gramos de azúcar por litro de agua, mientras que los dulces contienen más de cincuenta gramos en la misma cantidad. Entre estos extremos se sitúan los vinos semisecos (de quince a treinta gramos de azúcar residual) y los semidulces (hasta cincuenta gramos).
Atendiendo al tipo de uva, el vino se clasifica a su vez en tres clases, a saber: blancos, tintos y rosados. Los primeros se caracterizan por su tono amarillo, sabor ligero y toque afrutado. Se elaboran con pulpas no coloreadas de uvas blancas o negras (verdejo, palomino, sauvignon blanc).
Los vinos tintos, por su parte, se obtienen mediante la fermentación de uvas tintas (graciano, tempranillo, garnacha) y muestran notas intensas y profundas en boca. En cambio, el vino rosado recibe este nombre por el tono rosado que adquiere en la copa o la botella. Surge de la mezcla de tintas y blancas.
Un cuarto grupo, a menudo olvidado, es el de los claretes. Estos vinos combinan uvas blancas y tintas con sus hollejos, dando lugar a un caldo de escaso color. A menudo se lo confunde con el rosado.