Nunca imaginé que acabaría trabajando en un parking Santiago de Compostela. Al principio lo vi como algo temporal, una forma de ganarme un sueldo mientras buscaba algo “mejor”. Pero con el tiempo, descubrí que este trabajo, aunque discreto y poco glamuroso, tiene mucho más de lo que parece.
Mi jornada empieza temprano. Llego antes de que amanezca, sobre todo en invierno, cuando el frío gallego se mete hasta los huesos. Lo primero es revisar que todo esté en orden: cámaras funcionando, barreras operativas, señalización correcta. Luego, abro el acceso y empieza el día.
La mayoría de la gente ni nos ve. Entran y salen, muchas veces con prisa, preocupados por vuelos, reuniones o recados. Pero nosotros estamos ahí, pendientes de cada movimiento, ayudando cuando hay dudas, problemas con tickets, coches que no arrancan o conductores desorientados. He empujado coches, resuelto discusiones por una plaza ocupada, e incluso ayudado a una señora mayor que se mareó al salir del coche.
Uno de los aspectos más curiosos del trabajo es observar. En el parking ves de todo: desde personas que se despiden con lágrimas hasta reencuentros alegres, maleteros llenos de regalos, estudiantes que se marchan por primera vez o peregrinos exhaustos que por fin regresan a casa. Es un rincón silencioso donde pasan muchas historias, aunque casi nadie se detenga a pensarlo.
Trabajar aquí también me enseñó a valorar la rutina. A pesar de lo repetitivo, hay algo reconfortante en saber que estás cumpliendo una función esencial. Sin nosotros, el caos sería diario. Controlar el tráfico interno, mantener el orden, atender clientes… no es solo vigilar coches, es cuidar de un pequeño ecosistema urbano.
Y luego están los compañeros. Gente sencilla, trabajadora, con la que compartes cafés entre turnos, anécdotas graciosas o esas noches en las que parece que el tiempo no avanza. Con ellos aprendí que cualquier trabajo, si lo haces con ganas y dignidad, merece respeto.
Hoy, varios años después, sigo aquí. Ya no lo veo como algo pasajero. Es mi trabajo, y aunque no lleve traje ni tenga despacho, me siento parte del latido cotidiano de Santiago. Al final, entre barreras, luces y motores, también se construye una vida.